En el año 751, en el centro de
Asia, se produjo una traición que cambió el curso de la historia y
definió buena parte del mundo tal como lo conocemos.
Mucho tiempo
antes, en el año 105, Cai Lun, un inventor chino, había fabricado el
papel. Esta creación le dio un impulso descomunal e incalculable a la
civilización china, y fue imposible de equiparar por ningún pueblo de
entonces, y aún mucho tiempo después.
El proceso de fabricación era secreto de estado, y su difusión era penada con la muerte.
China exportó su papel a otras naciones durante siglos. Pagaban lo que pidieran.
Así
fue hasta que en el año 751, seis siglos y medio después de su
invención, el secreto fue revelado. Si la traición ocurriese ahora, la
creación del papel habría sido en 1371.
Eran tiempos
interesantes para el imperio. La dinastía Tang vivía en la
inestabilidad, y al mismo tiempo trataba de expandirse hacia el oeste.
En
el centro de Asia, en lo que hoy llamamos Kirguistán, estaba la
frontera entre China y el Califato Abasí, otro imperio inmenso que se
extendía hasta incluir la actual Libia en África. Esa línea era un
espacio de guerra permanente.
En ese año 751, entre mayo y septiembre, China llevó adelante los últimos intentos de conquista.
La batalla final fue a orillas del río Talas.
Del
lado abasí, 200.000 soldados estaban listos para la defensa. Por el
lado chino eran solamente 10.000, más 20.000 mercenarios karlukos de la
región, en suma 30.000 para la conquista. Tenían enfrente a más de 6
enemigos en contra de cada 1.
La lucha, sangrienta y
desproporcionada, llevó un tiempo que pareció interminable, pero se
resolvió con facilidad. Los karlukos habían sufrido bajo el mandato del
imperio chino, y además deben haber hecho la misma cuenta que hice
recién. Apenas iniciada la batalla se pasaron al bando abasí y
decidieron la derrota de los invasores.
De los 10.000 soldados chinos sobrevivieron apenas 2.000.
Luego
de la rendición llegó el momento en que cada uno de los prisioneros
trataba de explicar por qué era mejor mantenerlos con vida que
ejecutarlos y dejarlos ahí tirados, según el uso de aquellos tiempos. Y
tal vez de éste, mejor no profundizamos la cuestión. Cada uno declaraba
lo que sabía hacer, y por qué era valiosa su vida, aunque fuera como
esclavo.
Dos entre aquellos 2.000 derrotados trabajaban en una
fábrica de papel. Es fácil imaginar que así habrá sido desde que
pudieron caminar. Y que soportarían jornadas interminables, extenuantes.
Que sufrirían castigos por nada, porque sí, para que aprendan.
Seguramente, más allá de todo eso, debían conocer detalladamente todo el
proceso de fabricación del papel.
Casi puedo verlos a esos dos
ahora mismo. Discuten si lo correcto es declararse campesinos, y
arriesgarse a ser ejecutados, o revelar el secreto y traicionar a su
país.
Si hubieran estado en China, hablar abiertamente habría
sido un suicidio por mano ajena. Pero en ese momento no estaban bajo la
jurisdicción del emperador, en nombre de quien habían sido reclutados y
arrojados al muere. Ahora la vida de los dos estaba en otras manos, y la
China que conocían quedaba demasiado lejos.
Aunque habrán
dudado, decidieron revelar quiénes eran en realidad. Dijeron qué sabían
hacer y cómo, tantas veces como hizo falta para que los guerreros
abasíes entendieran que tenían algo muy valioso en su poder. Los deben
haber protegido como si fueran de porcelana, y los habrán llevado ante
autoridades superiores.
Muy poco tiempo después se instaló la
primera fábrica de papel fuera de china, en la legendaria ciudad de
Samarcanda. Los viajes, las conquistas y los intercambios de los
musulmanes llevaron el papel a todo el mundo conocido.
Y
precisamente el mundo, este mundo tal como es ahora, le debe mucho a
esta traición lejana. Una traición que también fue la decisión de dos
hombres para darle prioridad a su vida antes que obedecer a un poder
cruel e insensible.
Me alegra mucho lo que hicieron. Por ellos
mismos, por los demás, por los que vinimos después y por los que
vendrán. Por los libros, por el papel donde podemos escribir o imprimir
lo que se nos ocurre.
Muchas, muchísimas gracias, queridos traidores.
Jorge Prinzo
Jorge Prinzo
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