LOS 60: FLORES ENTRE CORCELES Y ACEROS
El rock nacional comenzó en un bar de una Villa Gesell todavía agreste, sin marcas líderes adornando escaparates, donde Moris, Javier Martínez, Pajarito Zaguri y Pipo Lernoud le pusieron los primeros versos a un disenso existencial que en aquel entonces se llamaba rebeldía. En 1966 eras un rebelde sin causa si contestabas mal, no estudiabas, andabas por ahí con gesto huraño… en fin, si te escapas del molde. “Quedarse en el molde” era una frase muy de moda, igual que “no hagan olas”. Y de pronto, los Beatniks de Moris y Pajarito se apropian del temible mote: Rebelde me llama la gente / rebelde es mi corazón / soy libre y quieren hacerme / esclavo de una tradición.
Esas dieciocho palabras fundaron el rock nacional, le dieron sentido, cauce, curso. Muy pronto, amparados por la noche interminable que iba de La Cueva de Pueyrredón al bar La Perla de Jujuy y Avenida Rivadavia, el temprano tren de nuestro rock sumó nuevos pasajeros: Miguel Abuelo, Litto Nebbia, Tanguito. Una madrugada, rebotando en los azulejos del baño de La Perla, se escucharon por primera vez unas estrofas emblemáticas: estoy muy solo y triste acá en este mundo de mierda. El decoro de la época transformó el remate en este mundo abandonado, pero la esencia era la misma: una generación empezaba a dejar atrás el lastre de una historia ajena. El tema pedía madera para construir una balsa… ¡y naufragar! La idea era sumergirse en un océano nuevo de posibilidades, donde el desafío era escribir vos el libreto de tu vida. El vozarrón de Javier Martínez lo articularía muy pronto en un gran tema de Manal diciendo: porque hoy nací / hoy, recién hoy, el sol me quemó / y el viento de los vivos me despertó. De repente, si eras joven y pensabas diferente, ya no estabas más solo. El rock nacional era el nexo criollo de una sinfonía de poder juvenil que se tocaba en las calles de Londres, San Francisco, París. La dictadura de Onganía se continuaría en Levingston y luego en Lanusse, pero el rock nacional ya había construido un estado dentro de otro. Por más que te cortasen el pelo a la fuerza “en un coiffeur de seccional”, como decía una letra de Miguel Cantilo, no podían invadirte el espíritu.
En sus orígenes, el rock nacional fue una música variopinta, adornada con la osadía del que tiene todo para inventar. Almendra metió bandoneones, Arco Iris juntó saxos con bombos legüeros y los primeros Abuelos de la Nada se atrevieron a violonchelos y contracantos. Disueltos los grupos fundacionales, los ex Almendra extendieron las fronteras del rock progresivo en grupos decisivos como Aquelarre, Color Humano, Pescado Rabioso e Invisible. Litto Nebbia, ahora en plan solista, experimentaría con fusiones que lo acercarían al jazz y al folklore. Pappo se daría el gusto, por fin, de poner la piedra fundamental de su trío de blues y los antiguos miembros de Manal serían clave en ese conglomerado de rock formado en torno al cantante y productor Billy Bond: La Pesada del Rock and Roll. Entretanto, el giro acústico de nuestro
rock proponía una mayor atención al mensaje de las letras y el ejemplo más obvio es el álbum Vida, de Sui Generis. Charly García le habla a su público desde un plano de igualdad, con una clara percepción de la crisis de identidad del adolescente y su lucha por afirmarse en un mundo adulto y ajeno. La ambición artística de García y Mestre llevaría el sonido de Sui Generis a un alto nivel de sofisticación musical y de relevancia testimonial en los difíciles años por venir, una tendencia que se continuaría en bandas emblemáticas como La Máquina de Hacer Pájaros y Serú Girán.
Adrián Javier De Paulo
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